“Ve y pide para ti vasijas prestadas de todos tus vecinos, vasijas vacías, no pocas.” 1º Reyes 4:3
Hay una palabra proveniente de la física, que en estos últimos años ha tomado prestancia aún en el plano emocional y espiritual. Se trata de la palabra “resiliencia”. Se dice que es la capacidad que tiene un material para volver a su estado original luego de haber sido sometido a presión. En términos simples es la capacidad de memoria de un material para recuperarse de una deformación, producto de un esfuerzo externo. Esto dicen aquellos que de física saben muchísimo más que yo. Ahora bien, en términos personales, la resiliencia es la capacidad que tiene una persona de recuperarse frente a la adversidad para seguir proyectando el futuro. Es el descubrimiento de aquellos recursos que estaban latentes en uno, pero de los que se desconocía su potencial. Hoy quiero acercar hasta ti la historia de una mujer del Antiguo Testamento que había quedado viuda. Su marido había sido un fiel servidor del profeta Eliseo. Pero ahora éste había muerto y la mujer con sus hijos había quedado presa del desamparo. Incluso corría el peligro de perder a sus hijos, ya que se los llevarían como esclavos a modo de pago de las deudas que habían generado esta situación ‒en aquel tiempo era común que esto se hiciera‒. Ante su desesperación, ella recurrió al profeta de Dios y le pidió ayuda. Inmediatamente todo el dispositivo de acción se puso en marcha. Eliseo le preguntó: ¿Qué puedo hacer por ti? Dime qué tienes en casa. Y ella respondió: Tu sierva no tiene en casa más que una vasija de aceite. Pero esa vasija milagrosamente se llenó de aceite de tal modo que tuvo que salir a pedir más y más a sus vecinas. Al fin tuvo suficiente para vender y pagar sus deudas, salvando de esa manera a su familia.
Ése es el modelo de la resiliencia: poner a disposición todo lo que tenemos, aunque nos parezca que es nada. Es desde los recursos internos que el Espíritu Santo nos empodera para salir adelante aun de las situaciones que vemos más cerradas y oscuras. A veces somos propensos a quejarnos, a desanimarnos o a culpar a otros de todo. Dios nos pregunta una vez más: ¿qué tenemos? Y desde ahí nos muestra la salida.