Nuestra más profunda soledad procede del hecho de que estamos sin Dios en este mundo. Desde que las puertas del Paraíso se cerraron detrás de nosotros, hemos recorrido nuestros caminos solos. Estamos solos en esta vida, y desde luego solos en la muerte.

En nuestras más profundas aflicciones no disponemos de refugio; no podemos ni siquiera ayudarnos mutuamente cuando nos golpea el gran enemigo, la muerte. Pero por gracia, hay también otra clase de soledad, la soledad del aposento, donde el hijo de Dios experimenta la comunión secreta con Dios en oración. Esta soledad es preferible a toda la amistad del mundo.

Aún si en el aposento experimentamos cuán miserables somos a los ojos de Dios, sigue siendo, con todo, el mejor lugar que el hombre puede encontrar.

En los días en que Cristo anduvo sobre la tierra, había mucho desconocimiento sobre la oración secreta. Desde luego, la gente oraba; los fariseos aún oraban en pie en las esquinas de las calles. Pero esto era solo una exhibición que apuntaba a aquellos que los contemplaban. Sin duda alguna, aquellos que veían orar a los fariseos pensaban bien de sus oraciones.

Pero los fariseos no comprendían que la oración es un asunto entre Dios y el alma a solas. La verdadera oración consiste en una relación entre dos: Dios y el pecador.
«Mas tú —dijo Cristo— entra en tu aposento» (Mateo 6:6).

Esta es una lección que es preciso que aprendamos en nuestro tiempo. ¿De qué nos aprovechará tener grandes dones de oración pública si no tenemos conocimiento de una relación íntima con Dios?… Lo cierto es que, se trate de quien se trate, si no hemos aprendido personalmente lo que es orar, tras la muerte nos encontraremos con un

Dios desconocido.

Pensamiento del día:

La verdadera oración consiste en una relación entre dos: Dios y el pecador.