El pueblo hebreo festejaba. Bajo el mando de Moisés habían obtenido su libertad, su independencia.

No fue necesario derramar ni una gota de sangre, no les costó ni una sola vida. Al contrario, salieron despojando a sus opresores egipcios del oro y la plata.

Ahora estaban de camino a un sueño prometido: ¡Una tierra para ellos solos! Un lugar en el mundo. Canaán, donde fluye leche y miel. Pero tenían que cumplir leyes.

Sí. Siempre que Dios hace libre a alguien es para obedecerle, no para hacer con su libertad lo que se le antoje. Su líder, Moisés, se encuentra a solas con su Dios en el Monte Sinaí, recibiendo en tablas de piedra escritas por el mismo dedo de Dios, el reglamento para vivir en comunidad en Canaán. Cuando desciende, observa con indignación el cuadro de la ingratitud.

Todo el pueblo entregado a la lujuria… Avanzan las páginas sagradas y el mismo Dios en persona viene a visitar su pueblo ya establecido en su tierra, pero adormecido por el formalismo religioso. Entra en el templo y ve con santa indignación, su propia casa convertida en una feria de mercado.

Cambio de dinero, venta de animales y toda clase de comercio en el sitio que debía ser un lugar sagrado para la devoción. La escena culmina a los latigazos, actitud necesaria para sanear esa “cueva de ladrones”… Tal osadía le costó caro a Jesús. Lo arrestaron, condenaron y crucificaron. (Esto fue para que se cumpliese lo profetizado por Dios en las escrituras, obvio). Y allí, agonizante desde su cruz, observaba con indignación y pena, como los soldados rifaban sus vestiduras.

Al pie del Monte Sinaí una fiesta de lujuria. A las puertas del templo, una feria. A los pies de la cruz, una rifa. Así es el valor que el hombre le ha dado siempre a las cosas de Dios. (Que no sea este también tu caso)

Pensamiento del día:

Búrlate hoy de Dios, mañana llorarás.