Es importante realizar periódicamente una evaluación personal. Un balance o estadística de mis valores de vida, de mis prioridades, actividades, agendas y finanzas. En fin, actualizar cada tanto mi escala de valores. Es saludable y necesario. Pero la pregunta es con quién me comparo al momento de hacer esta apreciación. Porque si lo hago comparándome con mis semejantes o con otros que yo escoja, el resultado puede estar sensiblemente alejado de la realidad. Así se me va la vida con comparaciones inútiles y peligrosas Mayormente somos propensos a compararnos siempre con los que están en una condición inferior que la mía. Por ejemplo, si quiero evaluar mis prioridades en lo económico, me comparo con alguien más ambicioso y digo: “Yo no soy tan avaro. Él lo es más”. Si pretendo evaluar mi familia, en donde siempre el tiempo dedicado es poco, lo hago con una familia disfuncional y digo: Mi familia, al fin y al acabo no está tan mal. Si lo que quiero evaluar ahora es mi fidelidad conyugal, me comparo con un cónyuge liberal y digo: “Pero yo no hago esto o aquello”. De esta manera las comparaciones nunca nos dejan un cuadro acertado del estado de nuestras propias vidas. David dijo en uno de sus Salmos: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión.” (Salmo 19:12-13) ¿Notaste la pregunta inicial?… “¿Quién podrá entender sus propios errores?” y al unísono respondemos: NADIE.

Nosotros no podemos ser los protagonistas de nuestra propia evaluación. Otros deben opinar por nosotros mismos. Lo ideal es que ese “Otro” sea con mayúscula, o sea Dios y su Palabra. “Mas el que se gloría, gloríese en el Señor; porque no es aprobado el que se alaba a sí mismo, sino aquel a quien Dios alaba.” 1ª Corintios 10:17-18

 

Pensamiento del día:

Alábete el extraño y no tu propia boca. (La Biblia)