Nuestra óptica del mundo y de la vida depende del cristal a través del cual la miremos. Un día, el rabino Eglón recibió la visita de un hombre muy devoto a la fe Judía pero muy avaro. Estuvieron conversando cerca de una ventana y el rabino le preguntó: ¿Qué ves? – Veo mucha gente-, le respondió el rico. Entonces el rabino, que quería enseñarle una lección práctica, le llevó ante el espejo y le preguntó: ¿Y ahora, qué ves? Me veo tan sólo a mí mismo- Contestó el rico. A lo que el rabino explicó: Tanto en la ventana como en el espejo hay un simple cristal, solo que el del espejo se halla recubierto por detrás con una fina película de mercurio que debido a su color plateado no permite ver más allá sino sólo a uno mismo. Esta es la causa por la que vivimos tan solo para nosotros mismos y no podemos ver más allá, a nuestros semejantes y sus necesidades. Esa no es la voluntad de Dios que nos creó. El egoísmo es una desviación tácita del plan original que Dios tuvo para con el hombre, es la antítesis del amor que a su vez es la esencia que lo caracteriza a Dios. Claro que el slogan del mundo moderno es: mírate a ti mismo, mejora tu imagen personal, sin que te importe lo que suceda a tu alrededor, no mires al prójimo.

Jesús contó la historia de un pobre hombre que víctima de delincuentes se encontraba tirado a un costado del camino, implorando ayuda a todo aquel que pasaba por allí. Cada uno, apresurado por sus obligaciones e impermeabilizado por sus prejuicios pasó de largo, hasta que un samaritano, le vio, se compadeció y le ayudó, dice San Lucas 10. ¿Sabes? Un día Jesús hizo lo mismo contigo y conmigo, nos vio en nuestra miseria humana, detuvo su andar, se bajó de su cabalgadura, nos subió a nosotros a su altura, vendó nuestras heridas, nos puso a salvo y nos dio provisión abundante hasta cuando el regrese a buscarnos. ¿Por qué no hacemos
nosotros lo mismo con nuestros semejantes?