“¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho? ¿Puede no sentir amor por el niño al que dio a luz? Pero aun si eso fuera posible yo no los olvidaría a ustedes.
Mira, he escrito tu nombre en las palmas de mis manos.” Isaías 49:15-16

Las islas habitadas por lobos marinos son llamadas “loberas”. Piedras, rocas y arena forman el escenario ideal en las distintas costas del océano para que estos mamíferos se reproduzcan, crezcan y busquen el alimento necesario para subsistir. Entre tantas cosas notables de esta especie, ocurre que luego del nacimiento las crías y las madres se huelen y registran sus sonidos para reconocerse. Cuando el alimento escasea, la madre sale en busca de alimento dejando sola a su cría en las costas.

A veces pasan semanas separados y luchando cada uno para sobrevivir. Pero si logran hacerlo, la madre regresará y reconocerá a su cría entre centenares de otros cachorros sin confundirlo. Así de sorprendente es la naturaleza y ella muestra el carácter de su creador.

Cuando pensamos en Dios mayormente lo asociamos con el rol de Dios Padre, sin embargo, Él se presenta a sí mismo en muchos pasajes de la Biblia, como Dios “Madre” también. Su promesa nos anima y nos brinda una seguridad que va mas allá de nosotros y de nuestras decisiones. Nada de lo que podamos hacer genera olvido de su parte. Nos reconocerá siempre entre miles porque somos únicos para Él.

Su protección y cuidado son seguros. Puede que muchas veces, por lo contrario de nuestras experiencias, sintamos alejada su presencia; pero de ninguna manera Dios olvida a sus hijos.

Esa es la verdad que se expresa en este texto. Si cada día lo transitamos sabiendo que nuestros nombres están escritos en las palmas de sus manos, entonces tendríamos la convicción de que nada de lo que nos pueda suceder le es ajeno.

Nunca dejará de sentir amor perfecto por nosotros. Ese amor maternal no depende de las cualidades de nosotros como hijos e hijas ni de nuestras circunstancias, sino de su decisión perfecta y eterna de amarnos sin condiciones. Esa ternura nos transporta a una realidad contundente.

Somos hijos e hijas y esa posición nos da identidad. Nuestra unión con Él trasciende, protege y fortalece.

Pensamiento :

El amor de madre es humanizante, el de Dios es perfecto e inolvidable.