“Si quiero que él permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Juan 21:23
Seguramente has dicho o has escuchado frases tales como: por tu culpa no pude realizar ese viaje o por tu culpa no pude estudiar o por tu culpa no pude llegar a ser quien hubiese querido… Y otras similares ¿no es así? Todas dan cuenta de un mecanismo muy infantil que deja en postura de víctima a las personas que así lo sienten.
Cuando nos enfrentamos con alguna frustración personal, esto nunca empieza a resolverse desde los otros sino a partir de nosotros. Poner el asunto en las espaldas de los demás lo único que provoca es culpa y remordimiento, pero no soluciona nada. No podemos manejar ni controlar lo que otros nos han hecho; pero somos responsables de hacer algo con eso. Quedar inmovilizados en la lógica de “es por tu culpa” fácilmente nos corre del crecimiento y de la búsqueda de nuevos sentidos.
En la vida de Jesús resucitado aparece una escena muy particular en la playa con sus discípulos. Pedro ya lo había negado antes de ser crucificado y ahora se volvía a encontrar con Él. Cargado de vergüenza y culpa, responde tres veces positivamente a la pregunta del Maestro: ¿Pedro me amas? Y a continuación Jesús le anuncia la muerte con la que había de morir en su vejez.
Pero la inmediata preocupación de Pedro hizo un giro hacia su amigo y discípulo amado Juan para preguntarle también por la muerte de éste. ¿Cuál fue la respuesta? Eso no es tu problema, a ti qué te importa, sígueme tú. Puede parecerte hostil la respuesta del Maestro, sin embargo, no lo fue.
La lección más grande que Pedro tenía que aprender era que Dios trata a cada uno de nosotros de maneras diversas y que en ese trato individual tenemos que confiar. Hacernos cargo de lo que nos pasa y de lo que sentimos promueve mecanismos de responsabilidad y, por ende, de cambio. Los otros ¡bastante tienen con lo suyo!
Culpar a otros de tu problema, no hará que se solucionen antes.