En Bujama, a unos 90 Km al sur de Lima, un cartel publicitario provee de agua potable generada por la humedad atmosférica. La zona y las viviendas lindantes son precarias y sus habitantes padecen la mala calidad del agua, que recogen haciendo un pozo en la tierra. Gobernantes insensibles, falta de recursos y abandono estatal dejan como víctimas a muchas de sus poblaciones como en tantas otras partes del mundo. Sin embargo, un grupo de ingenieros comunitarios ha pensado en este problema y a través de un sistema que convierte la humedad del ambiente en agua potable, todos pueden servirse. Se generan 100 litros diarios y así se calma la sed, aunque sea en esta reducida parte de nuestro universo. La ciencia puesta al servicio de la comunidad puede alcanzar dimensiones transformadoras. Similar a este escenario fue el de la ciudad de Samaria en los tiempos de Jesús. Faltaba el agua y Jesús tenía sed. Así como lo lees: ¡Jesús tenía sed! Y aunque hubiera podido crear de la nada un manantial, no lo hizo. Prefirió sujetar su deidad y empatizar con lo más auténtico de un ser humano: la sed y el cansancio. Ahora bien, él era judío y entre judíos y samaritanos había rivalidades étnicas y religiosas establecidas desde la época de los reyes antiguos. Tan así era que ni siquiera se hablaban entre sí. No muy diferente de lo que pasa hoy en día entre otros grupos. Sin embargo, una vez más Jesús rompe la barrera de los prejuicios y le pide agua a una mujer samaritana. Triple desventaja: mujer, samaritana y con varios intentos fallidos de matrimonio. No era justamente la más respetada en su ciudad. Pero es ella la elegida desde el cielo para recibir la lección más amorosa de la historia: que el agua que Jesús da es la satisfacción eterna para la vida. Ni moralidad ni religión, sino vida para cambiar su vida.
Hemos aprendido a volar como pájaros, a andar como peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos.