Una niña pobre estaba vendiendo flores. Cuidaba sus rosas y las ofrecía a las personas que transitaban por esas importantes calles de la ciudad. Todos los días, vendía sus flores y juntaba unas monedas para ayudar a su humilde familia. Mientras tanto, observaba a un mendigo que se sentaba al otro lado de la esquina. Su aspecto era de total descuido y abandono, por lo que nadie se detenía ni siquiera a mirarlo. Un día, casi terminando su jornada de venta, la niña se acercó al hombre para regalarle la última flor que le quedaba aun sin vender. No sabía si se la aceptaría o no, pero ella igual lo hizo. Para su sorpresa, este hombre la recibió con gusto y agradecimiento. Se quedó por un largo tiempo observando su rosa hasta que se marchó al almacén abandonado en donde vivía. Revolvió entre la basura y encontró un recipiente sucio donde guardar su rosa. Pero luego pensó que no se veía tan bonita ahí y buscó uno mejor y más limpio. Lo apoyó sobre la mesa, pero como esta estaba llena de platos sucios y botellas vacías, decidió limpiar la mesa para que se vea mejor. Luego percibió que alrededor de la mesa yacía una montaña de desechos y se dispuso a limpiar el lugar. Poco a poco puso en orden todo el ambiente a fin de ver a su rosa de mejor manera. Hasta su propio aspecto descuidado ya no quedaba bien al lado de su flor. Por eso, cambió su apariencia y salió a las calles a buscar trabajo. Consiguió empleo en una obra. Ganó dinero y volvió a la esquina donde estaba la pequeña florista. Compró todas las flores que aún quedaban y se propuso que cada una de ellas sería una nueva meta a alcanzar.
Cuando la vida de Jesús está en nosotros, todo lo que no corresponde a su santidad desentona. El Espíritu Santo obra a nuestro favor “poniendo en orden” lo que el pecado deterioró. Nuestros hábitos, nuestras costumbres y relaciones necesitan la intervención de su santidad para hacer de cada uno de nosotros personas que vivamos transformadas.
Vive de tal manera que lo que hagas este en total armonía con lo que eres.