Es increíble el alcance al que puede llegar un conflicto internacional. Basta mirar una breve reseña de lo que fue Europa desde el año 1914 hasta el 1945 para espantarnos. Dos guerras mundiales en un período aproximado de treinta años. Todo el resultado fue destrucción, muerte y genocidios. Cuenta la historia que en el sótano de un edifico en Rusia, vivía una familia de refugiados. Allí, en medio del desorden y el caos, reposaban los restos de un arpa hermosa que nadie había logrado reparar. Una noche de invierno, un vagabundo víctima de los despojos ocasionados por la guerra, pidió asilo en dicho refugio. Fue hospedado como muchos otros en su situación. Una de esas frías veladas los habitantes del edificio escucharon un sonido armónico de cuerdas que venía desde el sótano. Grande fue la sorpresa cuando encontraron a ese vagabundo tocando ese viejo arpa. “Pero ¿cómo has podido arreglarla? ¡estaba destruida!” le dijeron los otros. El vagabundo con una sonrisa respondió: “es mi arpa, yo la fabriqué hace años, y cuando uno fabrica algo sabe cómo repararlo”.

Todo este mundo que habitamos sufre las roturas de una creación que está cautiva desde la caída. Lo que podría haber sido se destruyó y seguimos destruyéndolo aún más. La naturaleza pide a gritos ser respetada, y las condiciones de vida de los seres humanos están afectadas por innumerables desordenes. Como esos objetos rotos que ha dejado una guerra, nosotros también hemos destruido con nuestras elecciones nuestras familias, nuestros sentimientos y pensamientos, alejándonos del modelo original que Dios tenía desde el principio. Pero Él es el Creador y “sabe” cómo repararlo. No hay vida tan destruida, que su toque de gracia y amor no pueda reparar. Sólo es necesario dejarnos intervenir por la fe en Él. Hay esperanza para tus zonas rotas. Hay sanidad para tus heridas y hay nuevos comienzos para tus finales. Dios no se agota y no baja los brazos. Es eterno y fiel a su promesa.

Dale a Jesús la oportunidad y Él te mostrará que valió la pena.