¡Qué fácil nos resulta perder el sentido de la humildad!

Cuando triunfamos en algún proyecto o ganamos una posición importante en nuestros trabajos o algo por el estilo, somos propensos a enaltecernos y a sentirnos superiores que los demás.

Subimos los escalones de la autoestima, pero de manera desmedida. Nos abrazamos a una falsa confianza en dichos éxitos más que en lo que somos realmente. Algo así ilustra la historia del burro que cargó a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén:

Un burro llegó un día a su casa muy contento, feliz y orgulloso. Su madre le preguntó:
– ¿Por qué estás tan contento hijo?

El burro le respondió:
– Madre, cargué a un tal Jesucristo y, cuando entramos a Jerusalén, todos me decían “VIVA, VIVA, SALVE… VIVA,

VIVA…” y me lanzaban flores y ponían palmas de alfombra.

Su madre le dijo:
-Vuelve a la ciudad, pero, esta vez, no cargues a nadie.

Al otro día, el burro se fue a la ciudad, y cuando regresó a su casa, iba llorando y muy triste.

La madre le preguntó:
– ¿Qué te pasa, mi vida?
– Madre, no puede ser, pasé desapercibido entre todas las personas. Nadie se fijó en mí. Me echaron de la ciudad- respondió el hijo.

Su madre lo miró fijamente y le dijo:
-«Hijo, tú sin Jesús, eres solo un burro».

Juan capítulo 15 describe muy bien la relación de dependencia y vida que nos une a Jesús. Cuando nuestro reconocimiento personal corre de lado lo que Dios hace en nosotros, también corremos de eje el centro. Nos sentamos en el trono de nuestro corazón y nos apoyamos en nuestras propias seguridades, entonces la soberbia aparece y la autosuficiencia nos eleva a un lugar peligroso.

El resultado de mantener una relación espiritual con Dios produce humildad. Y esa humildad no significa humillación ¡Todo lo contrario! implica tener el exacto registro de quiénes somos y de qué somos en Cristo. Aceptar nuestras fortalezas y nuestras debilidades, pero dándole al Señor el primer lugar.

Esta virtud, promueve relaciones de cooperación en vez de relaciones de poder y sometimiento.
La mariposa recordará siempre que fue gusano (Mario Benedetti)