El mar es uno de los paisajes preferido por muchos de nosotros. Quizá lo enigmático de sus profundidades o lo infinito de sus dimensiones, nos generen admiración y respeto.

O tal vez, la fuerza de sus olas cuando se levantan en la altura; para morir débilmente en las orillas sujetándose a los límites de la naturaleza. Ese movimiento constante, la vida que se oculta debajo de su continente y su inmensidad, nos dejan pequeños ante su grandeza.

Sin embargo, muchas personas lo han desafiado arriesgando sus vidas en intentos, a veces frustrados lamentablemente, y otras veces salvadas por guardavidas que se prestan al rescate en medio de la desesperación.

El escenario de nuestras vidas se asemeja a un mar. Todo un universo se nos presenta cíclicamente día a día ante nosotros. Responsabilidades, oportunidades, riesgos, logros, exigencias, placer y displacer se mueven como un oleaje al que debemos hacerle frente desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.

Como si fueran olas enormes que se nos elevan ante nosotros, para morir en la orilla otra vez y luego volverse a levantar. Hay veces en las cuales nos movemos sobre “Aguas tranquilas” pero otras, sentimos hundirnos sin poder hacer pie en arena firme.

Los mares agitados por los problemas y las adversidades ponen en riesgo nuestra vida emocional, espiritual y amenazan con espanto y miedo. Jesús no está ajeno a estos movimientos.

Como guardián cuida tus orillas y corre a tu encuentro cuando clamas a Él en su ayuda. Esta verdad nos permite movernos en Su seguridad. Nos genera confianza y descanso.

Nuestra tendencia casi siempre es salvarnos a nosotros mismas e intentar buscar salvataje en lugares equivocados. Jesús nos invita a aferrarnos a Su Poder, a Su Persona y a Su Propósito. Esto nos asegura firmeza en medio de cualquier mar que se nos agite.

Pensamiento del día:

Ningún mar en calma hizo experto al marinero.