Dios no ha exigido nunca que sus criaturas sean perfectas. Ese es el argumento que muchos sostienen respecto a Dios. Basándose en eso algunos se esfuerzan por ser aceptados, por convencer o impactar a Dios con su perfecta impecabilidad ficticia. Otros, en cambio, abandonan frustrados la tarea y sienten nunca poder llegar a satisfacer las demandas divinas. Ni la una ni la otra. Sinceridad, más que impecabilidad es lo que Dios busca. David escribió en el Salmo 51:6: “He aquí que tú amas la verdad en lo íntimo.” Esta lección la aprendió en carne propia el apóstol Pedro.

Él se sentía el mejor de todos. Fue uno de los primeros seleccionados, pertenecía al grupo de los tres más cercanos a Jesús, confesó a Cristo cuando los demás quedaron en silencio. Si había alguien que se sentía perfecto, ese era Pedro, el arrogante. Nunca pensó que necesitaba ayuda, hasta que un día, calentándose en un fogón, alzó la mirada entre el calor de las llamas y se topó con la de su Maestro que le partía el alma, mientras un gallo cantaba por segunda vez y se cumplía la profecía de Jesús tocante a su negación cobarde: “mientras él todavía hablaba, el gallo cantó. Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro” (Lucas 22:60-61) Son esas miradas las que te deben hacer reflexionar, ese momento preciso en que tú sabes que Dios también lo sabe y que es inútil intentar ocultarlo.

Mientras más corras, más se complica la vida. Pero mientras más confieses, más ligera se vuelve tu carga. David, el rey de Israel, lo sabía: “Mientras guardé silencio, mis huesos se fueron consumiendo por mi gemir de todo el día. Pero te confesé mi pecado, y no te oculté mi maldad, y tú perdonaste mi maldad y mi pecado” (Salmo 32) Amigo, recuerda que Dios no espera tu perfección sino tu honestidad.

PENSAMIENTO DEL DÍA:

NO HAY MÁS NECIO QUE EL QUE INTENTA OCULTARLE A DIOS SU PECADO. CUÉNTALE.