El orgullo está íntimamente ligado a la parte existencial, moral y espiritual de todo ser. En esencia enceguece a su portador, por tal motivo es mucho más fácil identificarlo en la vida de los otros y no en la mía propia. David es sumamente claro en su Salmo número 19 al decir: “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión”. Con claridad meridiana este texto sagrado advierte sobre lo sutil del orgullo, al punto de que me esté esclavizando (de allí el ruego: “líbrame”) y yo no lo sepa, no lo note, me es oculto. Es un amo déspota pero pasa inadvertido la mayoría de las veces. Es como tener la frente sucia y criticar a mi vecino porque tiene una mancha en su camisa. ¿Y tu mancha en la frente?, ¿mi mancha? ¿Cuál mancha?… Cierta vez una vecina se quejaba de lo sucia que quedaba la ropa de su vecina cada vez que la colgaba en la cuerda en el patio. “No queda tan blanca como mi ropa”, decía orgullosa. Hasta que su hija le hizo notar que las manchas no eran de la ropa sino del cristal de la ventana en la casa que no estaba bien limpio.

¿Con qué cristal miramos y juzgamos las faltas ajenas? Mayormente lo hacemos con una viga de ferrocarril en  nuestros ojos, dijo Jesús. De aquellos que les caracteriza su orgullo, se sabe decir que tienen “aires de grandeza”. Y en verdad es solo eso, “aires”. Aire que se lleva el viento. El viento de la adversidad que acarrea la tormenta de la realidad, que deja al orgulloso de cara con su propia estatura moral y le hace ver que, aunque él se sentía grande, aunque a él le parecía que vendía una fachada de dignidad, la cruda realidad es otra, y es justamente lo opuesto a lo que el orgulloso cree ser, es pequeño. No nos quedemos con nuestro propio análisis de nuestras vidas.

Pensamiento del día:

El orgullo del hombre le empequeñece, porque centra la atención en sí mismo, en el propio hombre, que de por sí es pequeño.