Muchas personas acudieron al Señor Jesús para hacerle preguntas. Para cuestionar su autoridad y comisión. Para fingir una religiosidad hipócrita ignorando que estaban frente al que todo lo ve. Pero pocas personas recibieron de sus labios la respuesta que ellos exigían. De alguna manera, este Jesús revelaba secretos del cielo en la medida que percibía sinceridad, corazón necesitado y reconocimiento de incapacidad. De lo contrario, no satisfacía la curiosidad de cualquiera. Sus palabras eran vida y debían ser administradas con dirección del cielo. Pero quizás, de todas las personas que se encontraron y entablaron una charla con el Maestro y recibieron una de las revelaciones más directas del secreto de los siglos, haya sido justamente la menos indicada desde el punto de vista humano. Primero, una mujer. De menor rango que un hombre, según la cultura de su época. Segundo de Samaria, ciudad rival de Judea. De vida moral cuestionable. Divorciada cinco veces. Discriminada, devastada. Juzgada y anónima. Ni siquiera el nombre sabemos. Despreciada de los despreciados. La más insignificante de la región, pero con la condición indispensable para recibir palabras que sacian el alma: Un corazón hambriento. El capítulo cuatro de San Juan narra el evento. La charla se había tornado interesante y llegó el momento cúlmine: “Sé que viene el Mesías, al que llaman el Cristo —respondió la mujer—. Cuando él venga nos explicará todas las cosas. —Ése soy yo, el que habla contigo —le dijo Jesús.” ¿Puedes creerlo?… Jesús no le reveló este secreto al curioso Pilato. Tampoco a la realeza herodiana. Ni siquiera al Sanedrín, custodio de la ley. No fue frente a una corte romana o un grupo de elocuentes pensadores de su época. No. Fue a la sombra de un pozo, en una ciudad rechazada, frente a una vida despreciada. Fue tal la emoción de esta mujer que salió corriendo para dar la noticia a su gente y dejó olvidado su cántaro. Su carga, su ícono de insatisfacción crónica. Es que ya no lo necesitaba. Había sido saciada. Porque son bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Solamente ellos serán saciados. No pierdas tu tiempo dirigiéndote a Jesús parado sobre el umbral de tus razonamientos, prejuicios y justificaciones. Sólo cuando le busques arrepentido, con hambre y sed de ser justificado, hallarás respuesta.

Pensamiento del día:

No importa cuán insignificante aparente ser tu vida. Si te diriges a Dios en sinceridad cobrará inmediato valor.