Los cuadros de los niños llorones son obras de arte de Bruno Amadío, un artista italiano nacido en Venecia en 1911. A lo largo de su carrera realizó veintisiete retratos de niños que lloran. Alrededor de su famosa obra se entretejen muchísimas leyendas urbanas que aseguran tragedia y muerte para el que posee dichos retratos. Sinceramente no sé si esto sea verdad o simplemente una ficción. Lo que es imposible negar es el realismo de sus pinturas y el impacto emocional que provoca ver lágrimas que corren por las mejillas de esos pequeños. Capturados por el enigma de las causas que podrían haberlos hecho llorar, puedes detenerte horas frente a una obra de tal crudeza: ¿será la guerra?, ¿el hambre?, ¿el abandono?, ¿los malos tratos? …Quizás un poco de todo eso y más. Nuestra existencia también está pintada con lágrimas. Muchos lloran sin ser vistos por nadie y otros lloran sin encontrar quien los consuele. Llorar no es cosa de niños o de mujeres. No es dominio de los débiles sino la más sana expresión de dolor, de impotencia o de desconcierto. ¿Quién no ha transitado esas veredas alguna vez? O posiblemente hoy mismo tus ojos se humedecen ante algún dolor del alma. Entramos a la vida llorando y no podemos evitarlo luego, mientras vivimos. Los escenarios de la Biblia abundan en imágenes que, si bien no se convirtieron en obras de arte famosas, expusieron la relación de Jesús para con los que lloran. Jamás demostró indiferencia. Nunca giró el rostro hacia el otro lado ni expresó soberbia o repulsión. Secar las lágrimas del que llora fue la manera más humana y amorosa de empoderar al que sufre. En un contexto de injusticias sociales, dominios y explotación, Él encontraba oportunidades de dar libertad al oprimido y devolverle nuevos significados.
El último libro de la Biblia sigue prometiendo que aún en los días del fin, Dios se seguirá ocupando de nuestras lágrimas enjugándolas para siempre.
Se secan las lágrimas, mezclándolas.