Todos los credos tienen sus “Oraciones”.

Algunas de ellas permanecen escritas en libros que generación a generación son utilizadas para repetirlas a modo de ritual. De hecho, la oración llamada: El Padre nuestro, fue la que pronunciara el mismo Jesús a sus discípulos en ese tierno instante cargado de pedagogía y autoridad, en el que les señalaba un modelo o una manera posible de orar al Padre.

Sin embargo, suponemos que como Dios conoce todas las cosas y que para Él no hay límite de tiempo y de distancia, debería saber lo que necesitamos. Entonces caemos en la actitud liviana y desentendida, descuidando este medio único, trazado por el Hijo para comunicarnos con el Padre.

Calvino escribió lo siguiente: “Los creyentes no oran con la intención de informar a Dios sobre cosas que le pudieran ser desconocidas o para entusiasmarlo a que lleve a cabo su deber o para urgirlo como si se mostrara renuente. Todo lo contrario, oran a fin de ser ellos mismos alentados a buscar a Dios, para que puedan poner en práctica la fe al meditar en sus promesas, para que se liberen de sus preocupaciones al derramarlas en su regazo, en una palabra, para que puedan declarar que de Él y sólo de Él esperan todo lo bueno tanto para ellos mismos como para otras personas”

No hay ejercicio que haga mejor a la fe que no sea el de orar. Trae beneficios al alma porque genera confianza y contención. Permite crecer en conocimiento de ese “Padre nuestro que está en los cielos” porque nos revela su Persona en medio de esa intimidad.

Enfoca nuestras decisiones, porque pedimos lo que necesitamos. Y también, crea en nosotros un sentido de dependencia tal que nuestro orgullo y autosuficiencia se rinden ante Su dirección y guía.

Respetar nuestro tiempo a solas con Dios implica entender que tenemos no sólo la necesidad, sino el derecho de disfrutarlo.

PENSAMIENTO DEL DÍA:

La oración no cambia a Dios; pero sí cambia a quien ora. (Soren Kierkegaard)