Caminaba por la orilla como tantas otras veces. La crecida de los ríos había ensuciado el mar con resaca más que en años anteriores. Esa maraña de troncos, palos, y ramas secas cubría casi la totalidad de la arenosa playa. El aspecto se asemejaba más a una escena de terror que a un paisaje estival. Madera seca de todas las formas, colores y tamaños estorbaban mi andar por aquella playa. Escogí una rama, una cualquiera, no la mejor, más bien casi la más fea. La llevé al jardín de mi casa, a mi huerto. La injerté a un frondoso árbol que crecía en el medio del jardín. Esa rama muerta cobró vida, se llenó de rica savia, brotó. Hoy luce orgullosa sus radiantes racimos de uvas nuevas.

¡Imposible!, me dirás. Eso es un milagro. Nunca podría haber brotado… Humanamente hablando es imposible. Pero justamente eso es lo que Dios hizo conmigo y millones de vidas alrededor del mundo. Yacíamos postrados en la playa de esta vida, junto a otros tantos troncos tan muertos y resecos como nosotros. Inútilmente tratando de ayudarnos entre nosotros. Inútilmente intentando disimular nuestra sequedad, nuestra muerte y nuestra esterilidad.
Pero un día, ¡aquel día!, Él pasó. Nos vio allí, tirados, nos escogió, no por obras buenas que hubiésemos hecho. Nos levantó, nos llevó a su casa y nos injertó en su Hijo, en Jesús. En él cobramos vida. En Él sabemos lo que somos. En Él llevamos fruto, más fruto, mucho fruto, fruto permanente. Amorosamente nos enseña, cada día, de diferentes maneras, que separados de Él nada podemos hacer. Ahora sé quién soy, soy un pámpano. Esa rama fructífera que unida a la vid cobra identidad y productividad.

Fue esta la verdad que Jesús les dejó, cual legado, a su grupo de discípulos antes de irse, en su discurso de despedida, camino al huerto donde le arrestaron. De este capítulo quince del evangelio de San Juan extraemos lecciones de vida espiritual cual tesoros escondidos.

Pensamiento del día:

Me viste, me elegiste, me diste vida. ¡Sé quién soy!