Cuando hablamos de que la vida a veces deja “cicatrices”, todos nosotros sabemos a qué se refiere dicha metáfora. El mundo se encarga de “Llenarnos de fisuras”.
Basta con escuchar algunos relatos de personas cercanas, ver nuestras propias vidas o un noticiero de semana para detectar cicatrices.
El rencor, el odio, la violencia, los vicios, la perversión y las imprudencias dejan heridas. Algunas reales en el cuerpo, otras (todas) reales en el alma. Donde muchos ven rotura, otros ven posibilidad y ocasión para enfrentar el mundo.
Para ilustrar esto, te invito a conocer el arte japonés: Kintsugi. Es una práctica para reparar fracturas de la cerámica con barniz o resina, espolvoreando con oro la unión de las partes rotas. Ellos plantean que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y deben mostrarse en vez de ocultarse. Así manifiestan que la cicatriz embellece al objeto en vez de arruinarlo.
Este arte es una cercana analogía a lo que de manera perfecta Dios hace con nuestras heridas. Él es el Artesano y Restaurador.
Sella con oro, que es Su divinidad, amor, gracia y misericordia, todas nuestras zonas rotas. Nosotros tenemos la materia prima ideal: La capacidad de sobreponernos al espanto. El contexto es el taller de la fe. Cuando nos ponemos alineados por la fe en Sus manos, nuestra historia cobra sentido y se convierte en el mejor mensaje.
Transformados por Su Amor, nos sentimos aceptados, comprendidos y valorados. Las cicatrices se convierten en un hilo de oro a través del cual Su Gracia nos sana y recobramos identidad. Nos fortalecemos y sentimos seguros.
Ocultarnos en la ira, el resentimiento y la amargura es caer en el desuso como un objeto roto, pero transformar la cicatriz en arte es entender que somos posibilidad y cambio. Convirtamos nuestras cicatrices en perfectos mensajes.
PENSAMIENTO DEL DÍA:
La herida es el lugar por donde entra la luz.