Parece que Abraham tenía cierto inconveniente con abandonar algunas cosas que Dios le había indicado, en especial en lo que se refiere a sus lazos familiares. Leemos acerca de sus inicios en la biografía detallada que nos presenta el Génesis de la Biblia y lo vemos saliendo de su tierra, Ur de los caldeos, como Jehová se lo había indicado, pero acompañado de su sobrino Lot. La orden divina había sido tácita: “Sal de tu tierra y sepárate de tu familia”, pero algo dentro de su naturaleza humana le incitó a una obediencia parcial al mandato de Dios que no es ni más ni menos que una total desobediencia.

Es interesante notar que mientras el patriarca caminó junto a Lot Dios no se le apareció, ni le habló ni le dio alguna nueva revelación de si voluntad progresiva. Como si el mismo Dios que lo había llamado le estuviera diciendo indirectamente, “hasta que no te separes de toda tu parentela como yo te dije no hay trato”. Llegó la separación más por intervención divina que por iniciativa de Abraham y cada uno se fue a su lugar. Inmediatamente Dios se le aparece y le habla y le anima con promesas de una descendencia numerosa.

La promesa su cumple, el dialogo entre Creador y criatura continúa pero, pasan los años, y otra vez “lazos” en Abraham. Ahora con su hijo, el hijo del milagro, de la vejez, de la esterilidad, el hijo de la promesa. “Dame a Isaac, tu hijo, a ese que amas tanto”. Pero ahora, la obediencia ya no fue parcial sino total. Muy de mañana se preparó para entregarle a su único y amado hijo al Dios que le había cautivado. Ese fue el Abraham que Dios formaba y lo mismo quiere hacer Dios con cada uno de sus hijos. Los pastorea paciente y amorosamente a una vida de obediencia total, incondicional e inmediata, porque es la única manera de vivir una vida que agrade a Dios, a los hombres y a nosotros mismos.

Pensamiento del día:

Una vida de obediencia parcial es una total desobediencia.