Era un día más después de la crucifixión, muerte y sepultura de su líder, Jesús. Sus discípulos se encontraban heridos, confusos y con miedo. Miedo a los Judíos, confusos en su fe, y heridos en su fibra más íntima. Una semana atrás ellos eran el grupo élite del personaje más famoso del momento. Si alguien deseaba ver o hablar con Jesús debía sacar turno con alguno de sus discípulos. Tenían el privilegio de compartir los momentos más íntimos de la vida y las enseñanzas del Maestro. Pero ahora, eran el hazme reír de todos.

Algunos se burlaban, otros los odiaban y hasta buscaban para matarlos para acabar con “la secta”. Pero la noche del dolor se alumbra con el rayo de esperanza del cielo. El mismo Jesús se presenta en medio de ellos. Quiero destacar lo primero que hace. Si hubiese sido mi caso me hubiera fundido en un fuerte abrazo, o tal vez les hubiera reprochado su cobardía y abandono en la cruz. Pero no, no era eso lo que necesitaban. No necesitaban ni euforia ni reprimendas. Ni advertencias o directrices. Necesitaban que alguien se identifique con ellos y Él lo hizo desde su dolor.

Estaba en condiciones de mostrar con esplendor toda su gloria pues disfrutaba ya de su cuerpo glorificado, sin embargo decidió alzarse su túnica y dejar ver sus heridas y cicatrices. De alguna manera les estaba diciendo: “tranquilo muchachos. A mí también me lastimaron. Sufrí más que todos ustedes juntos. Los entiendo, sé lo que sienten, somos del “club” de los lastimados, los traicionados, los burlados, y despreciados. Estoy de su lado”.

Lo mismo que ha hecho y hace Jesús con cada uno de nosotros es lo que debemos hacer nosotros con cada uno de nuestros prójimos. Por eso, cuando veas a alguien tirado en el camino, no te subas a la plataforma de tu saber, de tu supuesta integridad o experiencia. Bájate de tu cabalgadura, deja de juzgarle, venda sus heridas, muéstrale las tuyas y ponte de su lado contagiándole de Su paz en medio de las tormentas.

Pensamiento del día:

“… y gracias a sus heridas fuimos sanados.” Isaías 53:5