Dentro de las excelsas bienaventuranzas dictadas por Jesús en aquel sermón dado desde una colina, al comienzo de su ministerio, una se destaca para nuestro interés: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. (Mateo 5:6). Si meditamos un poquito en esta declaración, suena algo incongruente al comienzo. Nosotros tildamos de desventurado a aquella persona que mendiga por un bocado de pan y ruega a nuestras puertas por un vaso de agua, sin embargo Él las llamó bienaventurados… Para nuestra cultura materialista los que tienen hambre y sed son los pobres, los marginados, los de países subdesarrollados, empobrecidos. ¿En qué aspecto este sector de individuos son bienaventurados?… Tanto el hambre como la sed son mecanismos fisiológicos de nuestro cuerpo diseñados por Dios y necesarios. Son indicadores de que cierto desbalance hídrico y proteico se ha iniciado y debe ser atendido con urgencia. De lo contrario podemos entrar en un estado crítico e irreversible. Este estado de necesidad física despierta en nosotros la búsqueda del tan vital líquido y de alimentos.

Nuestro ser interior funciona de una manera similar. Muchas veces Dios nos pondrá en situaciones críticas, desiertos del alma y del corazón. Desiertos que provocan sed. Otras veces atravesaremos períodos de hambre y necesidad. Necesidad de amigos, de un abrazo, de compañía y de comprensión. Depende a quién acudamos en esas circunstancias, cómo atravesemos la crisis. Si invertimos el sentido de esta bienaventuranza podríamos decir: ¡Qué pena de aquello que nunca tienen hambre y sed de Dios! Esa persona nunca será saciada. Tener hambre y sed significa que todavía estás vivo. (Los muertos no tienen hambre). También significa que tu cuerpo funciona bien, que tu alma funciona bien. Eso no debe alarmarte. Lo que sí debe preocuparte es que no reacciones ante ese estímulo espiritual o que acudas a cisternas rotas, cisternas que no retienen agua.

Pensamiento del día:

Solo el que se sabe con hambre acaba saciado.