Aquel día Enrique, un niño de 7 años, se había portado muy mal. Había algo que le impulsaba a revelarse. Eso ya venía desde el momento que le habían hecho levantar por la mañana, le habían empujado para que se marchara a la escuela, cuando se sintió acosado por los compañeros y regañado por la maestra. Por fin, después de la cena, por alguna nueva infracción del orden o nueva falta de respeto, su madre le había mandado a un rincón de la cocina para que se estuviera allí, sentado en su sillita, hasta que le dieran permiso para levantarse. El niño se sentó y se quedó quieto durante un rato, pero luego, en actitud de desafío se levantó y miró a su madre a ver qué actitud tomaba. En ese momento entró su padre y poniendo su pesada mano sobre su hombro, le obligó a sentarse nuevamente. Los ojos del niño se llenaron de lágrimas al ver lastimado su orgullo, y no quedándole opción alguna más que quedarse sentado, mirando a su padre con ira, exclamó: “¡Muy bien, estoy sentado por fuera, pero por dentro estoy de pie!” Tal es el orgullo ligado al corazón del muchacho, dice Proverbios 22:15, y continuará así hasta el final de los tiempos. Aún hoy en día, muchas personas ya adultas siguen prisioneras de su propio orgullo. A veces disimulándolo detrás de una fachada de aparente humildad para conseguir sus propios logros y otras veces publicando su propia necedad a cada paso. Sólo Cristo rompe las cadenas del orgullo más avanzado de cualquier mortal, haciéndole libre. De nada nos sirve esta actitud infantil que, al igual que el Enrique de nuestra historia, se mantiene en su puesto por fuera, pero por dentro levanta su puño al cielo pretendiendo desafiar a Dios. Al fin y al cabo, dice la Biblia que un día, toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor. Tarde o temprano, te humillarás ante Él. Hazlo ahora, antes que sea demasiado tarde.

PENSAMIENTO DEL DIA:

Aún hoy en día, muchas personas ya adultas siguen prisioneras de su propio orgullo.